28 feb 2014

Muñeca rota

                                           

Mírame bien. Yo soy ese pequeño detalle que estropea las cosas buenas. A primera vista no se me ve pero siempre me las arreglo para que tus sentidos acaben posados en mi y ya no puedan ignorarme por mucho que lo intenten. Yo soy ese brillo inoportuno que estropea una buena foto. Soy esa pequeña mancha de aceite en tu camisa nueva. Soy el primer rayón en tu precioso suelo de parquet. Soy las marquitas de las gotas de lluvia en el parabrisas de tu coche. Soy ese píxel muerto en la pantalla de tu ordenador. Soy la grieta en tu taza favorita y el pequeño desconchón en la pared de tu habitación. Soy un agujero en la manzana roja de tu almuerzo. Soy el tic tac del reloj en el silencio de la noche. Soy el haz de luz que entra por el resquicio de tu ventana en la madrugada. Soy el chirrido de tus zapatos al caminar. Soy ese mechón de pelo que estropea tu peinado y el pegote de rimmel que arruina tu maquillaje. Soy ese doblez en la esquina de la página del libro que prestaste. Soy la apenas perceptible mancha de tinta en tu trabajo final para clase. Soy esa canción que tanto odias y que no puedes sacar de tu cabeza. Soy una única nube que tapa el sol en un día despejado. Soy esa herida en la que no puedes dejar de golpearte. Soy la pipa amarga al final de la bolsa.
Esa soy yo; la imperfección hecha persona. Torpe, cabezota, caprichosa, inconstante y orgullosa. Desprecio lo que tengo y anhelo lo que no puedo poseer. Soy la muñeca rota con la que nadie quiere jugar. Y mi sitio está en el fondo de un baúl olvidado en el desván. Viendo como el tiempo pasa mientras sigo viva por fuera pero soy inútil por dentro...

2 may 2013

El bosque Esmeralda


Luna contemplaba aburrida los tejados de las chozas desde la ventana de su habitación.
Anagke era un pueblo pequeño y gris en el que cada día era una réplica exacta del anterior.
Un gran porcentaje de sus gentes eran personas mayores y tediosas. Cada uno tenía su cometido y su lugar en aquella pequeña sociedad. Hasta los más pequeños ya sabían cuál sería su futuro en el pueblo, y todos trabajaban duro para ser el mejor herrero, el granjero más fructífero o la curandera más efectiva.
El pueblo, además, estaba en una zona de muy difícil acceso, de modo que no mucha gente conocía su existencia, y los pocos que la conocían muy raramente se aventuraban a llegar hasta allí. Eso reducía muchísimo las ya ínfimas posibilidades de poder entretenerse de vez en cuando con el espectáculo de alguna de esas magníficas troupes ambulantes o con alguno de esos comerciantes errantes, de los que Luna había oído hablar, que vendían toda suerte de objetos exóticos y asombrosos.
Luna detestaba aquel lugar. Detestaba su monotonía y detestaba la aparente indolencia de sus habitantes hacia aquella situación que a ella le resultaba tan desesperante. Tampoco entendía esa estúpida determinación que tenía su madre por quedarse allí a pesar de lo muchísimo que su hija insistía en partir lejos de aquel agujero. Pero, sobre todo, lo que más detestaba Luna era no tener suficiente valor para marcharse ella sola.
Sólo había algo en aquel lugar que la ayudaba a soportar aquella aburrida vida día tras día, y era algo que era capaz de ver desde donde estaba. Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, se alzaba majestuosa una espesa cortina verde y marrón formada por toda clase de árboles y plantas. Era el bosque Esmeralda. Era un sitio tabú desde hacía muchísimo tiempo. Nadie en el pueblo osaba adentrarse en su espesura.  Se decía que cosas extrañas pasaban en su interior y que las criaturas más diabólicas  lo poblaban. Los adultos contaban historias siniestras y aterradoras a los niños para enseñarles a temer el bosque y así evitar que entraran allí en una de sus travesuras.
Pero Luna sentía tal fascinación por el bosque, que a pesar de tenerlo expresamente prohibido, el día que cumplió 20 años sucumbió a la salvaje llamada que la atraía hacia ese maravilloso complejo de jade. Reunió el valor necesario y se encaminó hacia la experiencia más emocionante de su vida.
Cuando llego a la linde del bosque, su convicción casi se vino abajo, pero respiró hondo, cerró los ojos y se adentró un par de pasos entre los troncos de los árboles.  Lo que vio una vez allí cambió para siempre la idea que le habían inculcado sobre ese lugar. Descubrió que, al contrario de lo que siempre le habían dicho, el bosque era un sitio maravilloso y mágico.
Con forme pasó el tiempo y a medida que ella se iba sintiendo más cómoda, Luna se iba adentrando más en sus excursiones.  Un día se levantó temprano para poder hacer una de sus pequeñas escapadas. Apenas asomaba el sol por encima del horizonte cuando ella llegó al bosque. Después de llevar cerca de una hora caminando en dirección Sur, una repentina luminosidad llamó su atención. Tras dar unos pasos más, Luna se encontró en el borde de un  claro cruzado por un pequeño río  poco profundo, de aguas transparentes como el cristal. En una de las orillas había un enorme y anciano sauce cuyas ramas rozaban la superficie del agua.
La hierba que allí crecía era abundante y esponjosa, ideal para caminar descalzo sobre ella. Y desde ese día ese fue su ligar favorito. Los días de mucho calor, meterse en las frescas aguas y dejar que la corriente masajeara su cuerpo era como una bendición divina. Ese pequeño pedacito de bosque era como un paraíso en miniatura, y lo mejor de todo era que nadie más lo conocía.  Ese maravilloso lugar era solamente suyo, y era en el único sitio en el que se sentía realmente cómoda.

El repentino repiqueteo del agua contra el cristal de la ventana la despertó de su ensoñación. Maravillada, contempló con regocijo las gotas de lluvia mientras se deslizaban hacia abajo haciendo carreras entre ellas. Acto seguido, abrió la ventana de un tirón, para después dar una profunda bocanada de aire. Inspiró larga y pausadamente. 

Antes he dicho que solo el bosque conseguía hacer sentir mejor a Luna, pero eso no es del todo cierto. Le encantaba el olor de la lluvia. Algo tan simple y tan puro que la hacía sentirse ligera y feliz. La ayudaba a evadirse y la transportaba a lugares de su imaginación apasionantes y llenos de aventuras en las que ella era la gran protagonista y todo el mundo coreaba su nombre al verla pasar:

-¡LUNA!, ¡LUNA!-

Era algo realmente maravilloso

-¡LUUUNA!-

Tan gratificante….

-¡LUNA! Es la última vez que te llamo. ¡Baja de una vez!-

Gritó su madre. Y la realidad golpeó a Luna con la fuerza de un martillo.

22 mar 2011

Hachiko


El coche negro estaba parado en una esquina. La ventanilla bajada y el motor en marcha. El conductor miraba ansioso hacia la calle, a la espera de algún movimiento. Más de la mitad de las farolas estaban fundidas, dejando el coche en penumbras. El camuflaje perfecto...
No hacía ni 20 minutos estaba en su casa, a punto de acostarse, pero un mensaje inesperado en el móvil hizo que sus planes variaran: "Quiero verte..."
Y ahí estaba ahora, esperando...siempre esperando. No se acordaba de como había comenzado toda aquella historia que lo tenía tan atrapado. Pero empezaba a cansarse de esperar como un perrito a que ella lo llamara. Pero él iba corriendo a su encuentro meneando la cola, sin que le importara nada más. No podía evitarlo. Sus ojos, sus labios, sus manos acariciándole...eran como una droga para él. La más destructiva de todas.
Una silueta apareció a lo lejos, entre las sombras de la calle. Alta, esbelta, contoneándose como un junco mecido por la brisa. La observó mientras se acercaba. Dejando que su gracioso movimiento lo sumiera en ese estado de hipnosis que ya le era tan familiar.
Ella se asomó por la ventanilla del copiloto, esbozó esa media sonrisa que a él le resultaba tan extremadamente seductora y subió al coche. No hubo saludos, ni intercambio de palabras. Simplemente, el coche se puso en marcha.
Él estaba muy ansioso. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso y preparado para lo que se avecinaba. El camino a casa se le estaba haciendo eterno...
Por el rabillo del ojo podía percibir su silueta. Siempre tan tranquila, tan majestuosa, tan encantadora...
Llevaba puesto un vestido corto, que se ajustaba perfectamente a cada una de sus sinuosas curvas. Las piernas delicadamente cruzadas. El pelo suelto, una cascada de ondulaciones que caía graciosamente a cada lado de su cara. Ella se estaba mordiendo el labio inferior, coqueteando distraída, aunque deliberadamente.
Una irrefrenable ola de excitación le golpeó como un martillo. Sintió como el pantalón empezaba a apretarle, conteniendo esa incipiente erección...Debía relajarse, todavía no era el momento.
Por fin aparcó en frente de su apartamento. Entraron en el edificio, todavía en silencio. Cuando la puerta del ascensor se cerró se abalanzó sobre ella y la inmovilizó contra la pared, apretando su cuerpo contra el de ella, dejando que sintiera su duro miembro en el bajo vientre.
Ella lo dejó jugar por un segundo, pero cuando se dispuso a besarla...
-Es suficiente por ahora- Dijo apartándolo con rudeza. Cuando quiso contestarle la puerta del ascensor se abrió y ella salió al rellano, dejándolo con la palabra en la boca.
-¿A qué estás esperando?
Él se apresuró y abrió la puerta de su apartamento. Ella entró sin esperar una invitación, dejó sus cosas en el perchero de la entrada y se adentró en la habitación
-¿Por qué no traes algo de beber?- Su voz sonaba algo apagada desde el fondo del pasillo.
-Si, claro.- Dijo entrando en la cocina. -¿Lo mismo de siempre?
-Ya sabes que si.
Cuando entró en su cuarto con las copas la encontró sentada en la cama. Se había desecho del vestido y lucía un conjunto de encaje negro tan sexy que por un momento se olvidó de respirar. Un desesperado gruñido de deseo salió de su garganta.
-¡Tranquilízate quieres!
-Si, perdona- Se acercó un poco y le tendió el vaso de whisky.
Ella dio un pequeño sorbo mientras lo miraba de arriba a abajo. Luego apuró el resto de la copa de un trago y pareció encenderse.
-Ven aquí...
Él dejó su vaso en la mesita de noche y se acercó cuidadosamente. Ella se levantó, le quitó la camisa de un tirón y se quedó contemplando su pecho desnudo. Sus manos empezaron a acariciarle los hombros, luego los brazos, el pecho...y siguió bajando hasta llegar al botón de sus pantalones. Vio como el bulto ya existente en la entrepierna de su hombre iba creciendo a medida que su mano se acercaba a él. Pero cuando estaba a punto de tocarlo, se detuvo. Él emitió un gruñido de protesta, pero ella se apartó.
-Quítatelo todo menos los calzoncillos.
Él obedeció rápidamente mientras observaba como ella se recostaba de una forma muy sugerente en la cama. Cuando terminó esperó a que ella dijera algo, pero no lo hizo. En lugar de eso, ella empezó a acariciarse sutilmente. Jugando con las manos, se recorrió todo el cuerpo. Él la miraba, atónito, hipnotizado y con el deseo creciendo a medida que ella movía esas delicadas y maliciosas manos. Quería ser él quien la acariciara, quien la hiciera estremecerse con el roce de sus dedos. Sentía que la cabeza le daba vueltas. Su respiración era cada vez mas forzada y sentía aquel enorme peso entre las piernas que quemaba como fuego. Entonces...
-¡Ahora!- Dijo ella.
Y sin pensarlo dos veces él saltó sobre la cama. Le cogió las manos, para apartarlas, y las deslizó hasta dejárselas por encima de la cabeza. Ella captó su mirada y él se paralizó al instante.
-Tócame...
Las manos le temblaban, pero recorrió cada centímetro de ese cuerpo que le volvía completamente loco. Le acarició el cuello, la cintura...se centró por un momento en los pechos. El encaje negro hacia resaltar la perfección de estos. Redondos, firmes, suaves...Tenía que deshacerse de ese sujetador. Le levantó la espalda con cuidado y deslizó su mano hasta el cierre. Temía que ella lo detuviese, pero no dijo nada, así que con un ágil movimiento desabrochó la pieza de lencería y esta cayó a un lado. Creyó que se desmayaría de placer en ese preciso momento. Los pezones rosados estaban duros, debido a una mezcla entre el contacto del aire y la propia excitación que ella sentía. Sus manos comenzaron un suave masaje, en círculos, rozando sutilmente los pezones. Ella se mordió los labios, esos labios...
Sin darle tiempo a frenarlo, la besó. Al principio dulcemente, pero rápidamente la dulzura dejó paso a la lujuria más desenfrenada. Continuó besándole el cuello, y siguió bajando hasta que su boca encontró uno de los pezones. Enredó una de sus manos en el pelo de ella y tiró de su cabeza hacia atrás, con suavidad pero con firmeza, la mantuvo en esta posición para que ella no pudiera ver lo que iba a hacerle. En ese momento se centró en aquella pequeña protuberancia que tenía apresada entre los labios. Ella gimió, y todo su cuerpo se arqueó en una curva perfecta. Él siguió trabajando con su lengua y dando pequeños mordiscos, mientras que con la otra mano que le quedaba libre acariciaba su muslo. Primero por fuera, y poco a poco deslizándose hasta la parte interior. Cuando su mano tocó por fin la zona más íntima, notando como la humedad impregnaba las bragas, ella se estremeció y volvió a gemir. Levantó las caderas, invitándole a quitarle la única prenda que aún le daba algo de intimidad. Él cogió la goma de las bragas y tiró hacia abajo. Totalmente depilado, el maravilloso monte de Venus apareció ante él, absolutamente incitante. Volvió a hundir su mano en la entrepierna de ella, pero esta vez, sin barreras. El dulce néctar que ella le ofrecía impregnó sus dedos. Comenzó a acariciar aquel pequeño punto mágico...tan pequeño y poderoso. Los gemidos de ella crearon un estupendo hilo musical de fondo. Esto lo instigó a seguir. Cada vez mas profundamente...Ella movía sus caderas en un tímido vaivén , extasiada. Pero de pronto, paró. Le apartó las manos y lo empujó, haciéndolo rodar hasta que quedó tumbado de espaldas. La punta del pene asomaba por la goma de los boxers, brillante, impaciente, atrapada...tirando de ellos, liberó la bestia que tanto ansiaba. Él intentó acariciar su cabello, pero ella le apartó las manos de un manotazo. Le agarró el pene con firmeza y empezó su recorrido: arriba, abajo, arriba, abajo...
Un gemido sordo, muy distinto a los de ella, llenó la habitación. Alzó la cabeza justo a tiempo para ver como ella bajaba la suya, llevándose aquel grueso objeto a la boca. Ella lamió, concienzudamente, parándose eventualmente en el frenillo y en el glande, para sentir como el se estremecía debajo de ella. Él puso ambas manos sobre su cabeza, y ella le permitió marcar el ritmo. Él se deslizaba por una increíble montaña rusa de sensaciones, acercándose peligrosamente al final de la atracción. Le cogió la cabeza por ambos lados y la apartó suavemente. Ella entendió el mensaje, y con un rápido movimiento acomodó sus caderas encima de las de él. Sintiendo como él la invadía centímetro a centímetro. Apoyó las manos sobre el pecho de él y comenzó el baile. Poco a poco, aumentando el ritmo. Sus pechos oscilaban sutilmente arriba y abajo. La pasión era irrefrenable. El sudor empapaba sus cuerpos y las sabanas, el pelo enmarañado, las manos y los pies crispados...gruñidos y gemidos impregnando el ambiente. Cada vez menos humanos, cada vez más animales. Él llegó primero, vertiendo su esencia dentro de aquel cálido recipiente. Ella continuó moviéndose durante unos segundos más hasta que el placer se desbordó, recorriéndole la espina dorsal como una corriente eléctrica. El eco del último gemido resonó en la estancia mientras ella se desplomaba sobre el pecho de él, notando como la ardiente humedad se deslizaba muslos abajo. Después de eso, calma...
Cuando él despertó, ella estaba terminando de vestirse. Se incorporó para verla mejor.
-¿Quieres que...
-No te preocupes, ya he llamado a un taxi.
-Pero yo...
-Déjalo ya, no te pongas pesado.
La realidad lo golpeó esta vez con mayor intensidad de lo que lo había hecho antes la lujuria. Ya se había acabado. Ella ya no lo necesitaba. El encantamiento se había roto.
-¿Volveré a verte?
-Por supuesto...la próxima vez que te llame.
Y dicho esto, cogió sus cosas, y salió por la puerta. Y allí se quedó él. Tumbado en la cama, cansado, destrozado y esperando la próxima llamada para acudir corriendo y meneando la cola. Esperando...siempre esperando.

22 sept 2010

Tacet




Jorge estaba muy nervioso. Las manos le sudaban. Le costaba respirar. El camerino se le hacía cada vez más pequeño.

No era la primera vez que se enfrentaba al público. Había formado parte de la orquesta en innumerables ocasiones. Pero este era su primer recital en solitario, y aunque se sabía un pianista experimentado, la presión empezaba a dar cuenta de él.
Miró el reloj. Todavía quedaba media hora para que empezara el concierto, así que decidió salir a fumarse un cigarrillo. Salió del camerino y se encaminó hacia la puerta lateral de emergencia situada al final del pasillo.
A pesar de estar a finales de septiembre, era una noche particularmente fría. Pero la primera bocanada de aire fresco tuvo un efecto relajante inmediato. Sacó del bolsillo de la camisa su paquete de Black Stones Cherry, que apenas contenía un par de cigarros, y se llevó uno a la boca. Le costó unos cuantos intentos encenderlo, ya que las manos le temblaban, aunque no estaba del todo seguro de si era por el frío o por los nervios.
Dio la primera calada, larga, muy larga. Casi parecía que se había tragado el humo para siempre, pero finalmente lo exhaló. Se quedó mirando las volutas de humo, embobado, absorto y deliberadamente con la mente muy lejos del auditorio.
Así pasó largo rato, hasta que los últimos rescoldos del cigarro consumido le quemaron los dedos, sacándole de su ensoñación. Consultó el reloj. Diez minutos. Debía darse prisa en volver.
Regresó corriendo al camerino, justo a tiempo de ver como el jefe de la orquesta, quien iba a encargarse de presentarlo esa noche, llamaba a la puerta para avisarle de que debía salir.
Entró rápidamente en el camerino para deshacerse del paquete de tabaco y para coger la chaqueta del frac y la partitura y acompañó a su presentador hasta las bambalinas del escenario.
El jefe de orquesta salió al escenario para presentar a Jorge y para explicar un poco al público la obra que iba a interpretar, y desapareció de este tan rápido como había entrado.
Por fin Jorge salió a escena y saludó al público, que lo recibió con un caluroso aplauso. Acto seguido se acomodó frente al piano, puso en marcha el metrónomo que había encima de este, puso la partitura en el atril y bajó la tapa del teclado, que se encontraba abierta.
Y ahí se quedó, callado, inmóvil, sin tocar ni una sola tecla y mirando la caja del piano como si este fuera capaz de tocar una melodía por sí mismo. Notaba la mirada expectante de la gente sobre su persona. Pero no se movió ni un ápice. Y así transcurrieron 4 minutos y 33 segundos, entonces Jorge se levantó, saludó al público que le aplaudió efusivamente y abandonó el escenario.
Sobre el piano quedó la partitura de la pieza de John Cage “4 minutos y 33 segundos” , seguida por una única anotación en toda la partitura: tacet.