Luna contemplaba aburrida los tejados de las chozas desde la
ventana de su habitación.
Anagke era un pueblo pequeño y gris en el que cada día era una réplica exacta
del anterior.
Un gran porcentaje de sus gentes eran personas mayores y tediosas. Cada uno tenía
su cometido y su lugar en aquella pequeña sociedad. Hasta los más pequeños ya
sabían cuál sería su futuro en el pueblo, y todos trabajaban duro para ser el
mejor herrero, el granjero más fructífero o la curandera más efectiva.
El pueblo, además, estaba en una zona de muy difícil acceso, de modo que no
mucha gente conocía su existencia, y los pocos que la conocían muy raramente se
aventuraban a llegar hasta allí. Eso reducía muchísimo las ya ínfimas
posibilidades de poder entretenerse de vez en cuando con el espectáculo de
alguna de esas magníficas troupes ambulantes o con alguno de esos comerciantes
errantes, de los que Luna había oído hablar, que vendían toda suerte de objetos
exóticos y asombrosos.
Luna detestaba aquel lugar. Detestaba su monotonía y detestaba la aparente
indolencia de sus habitantes hacia aquella situación que a ella le resultaba
tan desesperante. Tampoco entendía esa estúpida determinación que tenía su
madre por quedarse allí a pesar de lo muchísimo que su hija insistía en partir lejos
de aquel agujero. Pero, sobre todo, lo que más detestaba Luna era no tener
suficiente valor para marcharse ella sola.
Sólo había algo en aquel lugar que la ayudaba a soportar aquella aburrida vida
día tras día, y era algo que era capaz de ver desde donde estaba.
Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, se alzaba majestuosa una espesa
cortina verde y marrón formada por toda clase de árboles y plantas. Era el
bosque Esmeralda. Era un sitio tabú desde hacía muchísimo tiempo. Nadie en el
pueblo osaba adentrarse en su espesura.
Se decía que cosas extrañas pasaban en su interior y que las criaturas
más diabólicas lo poblaban. Los adultos
contaban historias siniestras y aterradoras a los niños para enseñarles a temer
el bosque y así evitar que entraran allí en una de sus travesuras.
Pero Luna sentía tal fascinación por el bosque, que a pesar de tenerlo
expresamente prohibido, el día que cumplió 20 años sucumbió a la salvaje
llamada que la atraía hacia ese maravilloso complejo de jade. Reunió el valor
necesario y se encaminó hacia la experiencia más emocionante de su vida.
Cuando llego a la linde del bosque, su convicción casi se vino abajo, pero
respiró hondo, cerró los ojos y se adentró un par de pasos entre los troncos de
los árboles. Lo que vio una vez allí
cambió para siempre la idea que le habían inculcado sobre ese lugar. Descubrió
que, al contrario de lo que siempre le habían dicho, el bosque era un sitio
maravilloso y mágico.
Con forme pasó el tiempo y a medida que ella se iba sintiendo más cómoda, Luna
se iba adentrando más en sus excursiones.
Un día se levantó temprano para poder hacer una de sus pequeñas
escapadas. Apenas asomaba el sol por encima del horizonte cuando ella llegó al
bosque. Después de llevar cerca de una hora caminando en dirección Sur, una
repentina luminosidad llamó su atención. Tras dar unos pasos más, Luna se
encontró en el borde de un claro cruzado
por un pequeño río poco profundo, de aguas transparentes como el cristal. En
una de las orillas había un enorme y anciano sauce cuyas ramas rozaban la
superficie del agua.
La hierba que allí crecía era abundante y esponjosa, ideal para caminar
descalzo sobre ella. Y desde ese día ese fue su ligar favorito. Los días de
mucho calor, meterse en las frescas aguas y dejar que la corriente masajeara su
cuerpo era como una bendición divina. Ese pequeño pedacito de bosque era como
un paraíso en miniatura, y lo mejor de todo era que nadie más lo conocía. Ese maravilloso lugar era solamente suyo, y
era en el único sitio en el que se sentía realmente cómoda.
El repentino repiqueteo del agua contra el cristal de la
ventana la despertó de su ensoñación. Maravillada, contempló con regocijo las
gotas de lluvia mientras se deslizaban hacia abajo haciendo carreras entre
ellas. Acto seguido, abrió la ventana de un tirón, para después dar una
profunda bocanada de aire. Inspiró larga y pausadamente.
Antes he dicho que solo el bosque conseguía hacer sentir mejor a Luna, pero eso
no es del todo cierto. Le encantaba el olor de la lluvia. Algo tan simple y tan
puro que la hacía sentirse ligera y feliz. La ayudaba a evadirse y la
transportaba a lugares de su imaginación apasionantes y llenos de aventuras en
las que ella era la gran protagonista y todo el mundo coreaba su nombre al
verla pasar:
Era algo realmente maravilloso
-¡LUUUNA!-
Tan gratificante….
-¡LUNA! Es la última vez que te llamo. ¡Baja de una vez!-
Gritó su madre. Y la realidad
golpeó a Luna con la fuerza de un martillo.
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